Alexia González-Barros y González
Alexia González-Barros y González nació en Madrid el día 7 de marzo de 1971. Esta es una de sus primeras fotografías que le hicieron, el día de su bautizo, en brazos de Moncha, su madre.
Su joven vida ha dejado un ejemplo de fe y un rastro de paz que mueven a personas de las más variadas condiciones, en todo el mundo, a descubrir el rostro, siempre joven, de Cristo.
Alexia González-Barros era la pequeña de una familia española con siete hijos en la que se respiraba un clima cristiano de libertad y alegría.
Alegre, abierta, deportista, buena estudiante, le encantaba bailar, nadar, leer; estaba al tanto de las últimas novedades musicales y seguía con gran interés la vida cultural. Nada de esto le impedía rezar y tener una intensa vida espiritual. Esos fueron los pilares que la sostuvieron a lo largo de diez meses de dura enfermedad que sufrió sin perder la sonrisa y ofreciendo al Señor con absoluta entrega toda clase de dolores y limitaciones.
Aún no había cumplido los catorce años cuando un dolor que parecía banal escondía un tumor maligno en las vértebras cervicales que la dejó paralítica. Sufrió cuatro largas operaciones, incomodos aparatos ortopédicos y un agresivo tratamiento oncológico, que hicieron de los últimos meses de su vida un duro calvario de enfermedad.
Pese a todo, Alexia no perdió el buen ánimo: sonreía y agradecía cualquier servicio que se le hiciera por pequeño que fuera. En su diaria acción de gracias después de la comunión, incluía -entre otras muchas- estas dos peticiones: “Señor, a todos los que rezan por mí, devuélveles las oraciones multiplicadas y a todos los que me hagan un favor, devuélveselo multiplicado también”.
Desde pequeña, se confesaba con frecuencia -normalmente, cada quince días- y siempre con el mismo sacerdote. Por eso, recibir los últimos sacramentos no fue una sorpresa, sino un deseo. Se confesó con plena lucidez después de un cuidadoso examen y recibió el Viático. Seguidamente, le fueron administradas la Unción de Enfermos y la Confirmación que, por su edad, aún no había recibido.
Tuvo plena conciencia de que iba a morir y en varias ocasiones había manifestado que deseaba irse al Cielo. Tenía gran devoción a su ángel de la guarda a quien desde muy pequeña llamó Hugo. Su sólida piedad y su vida espiritual eran fruto de la filiación divina vivida en las pequeñas cosas. Alexia había aprendido a fiarse de su padre Dios y eso le hacía vivir la alegría aun en medio de los mayores dolores y dificultades. Sabía que su dolor tenía sentido, que tenía un tesoro entre las manos, y lo ofrecía diariamente por la Iglesia, el Papa y todas las personas que llevaba en su corazón.
Dos horas antes de morir, le pidió a su madre: “Mamá, dile a Jesús que le quiero”. Se sentía muy feliz, “de verdad, de verdad, muy feliz” de ir al encuentro de Jesús, al que tanto amaba; a quien desde que tenía poco más de seis años, cada vez que hacia una genuflexión ante el Sagrario, le decía: “Jesús, que yo haga siempre lo que Tú quieras”.
Era la voluntad de Dios llevársela pronto, pero no prematuramente. Jesús la llamó y Alexia, obediente, feliz, libre, sin vacilar, siguió al Maestro.
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