Montse Grases, una chica normal
Montse tuvo una existencia parecida a la de cualquier otra chica de su edad, pero llena de Dios: encontró a Jesús en la normalidad de lo cotidiano y se dio generosamente a Él.
¿Es posible hacerse santo a los dieciséis o diecisiete años?
Nació en Barcelona, el 10 de julio de 1941, fue la segunda de nueve hermanos. Le gustaban los deportes, la música, las danzas populares de su tierra, como las sardanas, y también disfrutaba actuando en obras de teatro.
Tenía un temperamento vivaz, espontáneo y sus reacciones a veces eran un poco bruscas, aunque sus familiares y profesores recuerdan que luchaba por dominarse, y ser amable y jovial con todos. Por su carácter abierto y generoso, y su trato dulce y atractivo, tuvo muchas amigas.
Una educación cristiana
Sus padres le enseñaron a rezar con confianza y a preocuparse por los demás. Desde pequeña, cada noche pedía: «Dios mío, haznos buenos, a Enrique, a Jorge y a mí». Con el nacimiento de nuevos hermanos esta oración se fue alargando. En la familia, Montse asimiló algunos de los rasgos de su carácter: la alegría, la sencillez, el orden, el olvido de sí y la preocupación por los demás.
Con algunas compañeras de escuela, visitaba a los pobres de los suburbios, daba catequesis a niños y, en ocasiones, les llevaba juguetes o caramelos.
La llamada de Dios
Al llegar a la adolescencia, su madre la animó a frecuentar un centro del Opus Dei, donde se ofrecía formación cristiana y humana a chicas jóvenes. De este modo natural, se esforzó por mejorar su carácter, ser más piadosa y acercar a los demás al amor de Dios.
En el verano de 1957 tuvo una gran alegría cuando su hermano mayor decidió ingresar en el seminario. Desde entonces rezó especialmente por los sacerdotes.
Poco a poco se dio cuenta de que Dios le dirigía una llamada personal y, el 24 de diciembre de 1957 —tras meditarlo con calma y pedir consejo—, solicitó ser admitida en el Opus Dei. Experimentó un inmenso gozo espiritual en la entrega generosa al Amor: era un don del Espíritu Santo que la acompañó hasta el final y que supo contagiar a su alrededor.
A partir de entonces, se empeñó con mayor decisión en la vida espiritual: puso en primer plano la contemplación de la vida de Jesús, la piedad eucarística, la devoción a la Virgen; destacó por su humildad y el deseo de servir.
Mantuvo siempre la conciencia de que la vida cristiana es lucha por amor, y cada noche hacía examen preguntándose si había correspondido al amor de Dios, con alegría a pesar de pequeñas o grandes dificultades. En una carta a san Josemaría, el fundador del Opus Dei, escribía: «No se puede imaginar, Padre, lo feliz que soy, aunque a veces me cueste un poco».
Entrega acrisolada en el dolor
En diciembre de 1957 empezó a sentir molestias en la pierna izquierda. Pasaban las semanas, pero el dolor no remitía. Su principal preocupación era evitar gastos innecesarios a sus padres, porque se daba cuenta de los sacrificios que hacían para sacar adelante la familia. Seis meses más tarde se descubrió que la causa era un cáncer en el fémur —un sarcoma de Ewing— y que le quedaban pocos meses de vida.
Es significativo cómo recibió la noticia de su enfermedad. Su padre le explicó todo, de modo claro, sin disfrazar las palabras. Montse reaccionó con gran paz y visión sobrenatural. Al día siguiente comentó a una amiga: «Estoy muy tranquila y muy contenta. Tengo una gran paz. Y quiero la voluntad de Dios. Recuérdamelo, por si lo olvido: yo quiero la voluntad de Dios. Esta es la segunda entrega que he hecho al Señor». A otra amiga le confió: «Me da mucho miedo sufrir y los médicos me asustan… pero si Dios me envía más sufrimientos, como dices, me ayudará mucho, lo mismo que vosotras».
Montse transmitía paz en la enfermedad y la muerte, porque pensaba en la cruz de Jesús y en María santísima. Cuando ya no podía salir de casa, recibía numerosas visitas. Evitaba ser el centro de atención o que la compadecieran; al contrario, se interesaba por las necesidades de los demás. Incluso, para animar las visitas, pidió a una amiga que le enseñase a tocar la guitarra. De esa manera, quienes iban a verla, salían de su habitación con paz y con el deseo de acercarse más a Dios.
«Pienso que si soy fiel a lo que Dios me pide cada día, El me dará su gracia. Estoy dispuesta a todo porque vale la pena». Estas palabras suyas podrían resumir su vida, una vida de fidelidad de hija enamorada de Dios, en lo grande y en lo pequeño.
Murió un jueves Santo, el 26 de marzo de 1959, poco antes de cumplir los 18 años. Los amigos y familiares que acudieron al velatorio y al entierro dudaban si dar el pésame o felicitar a los padres, pues estaban convencidos de que Montse estaba en el cielo, intercediendo por ellos, como había prometido. Ella misma había dicho que no quería que lloraran. En 1994 su cuerpo fue trasladado al oratorio del Colegio Mayor Bonaigua en Barcelona. Muchas personas acuden allí para pedir su ayuda y su intercesión ante Dios.
El 26 de abril de 2016 el Papa Francisco aprobó el decreto de la Congregación de las Causas de los Santos por el que se declara que Montse ha vivido las virtudes en grado heroico y se reconoce su fama de santidad.
Fuente: www.opusdei.org